viernes, 23 de julio de 2010

El texto de Lili

Malinche - Laura Esquivel


Cinco.

Malinalli y Cortés penetraron desnudos al temascal. Era sorprendente
mirar a Cortés despojado de sus vestiduras y sus apariencias. Se le
veía disminuido y vulnerable. La condición indispensable para realizar
ese rito de purificación y renacimiento era la desnudez, pues para que
la limpieza de la sangre suceda es necesario que todos los poros del
cuerpo se expandan, se abran y, al hacerlo, permitan que el vapor, esa
otra imagen del agua, ese espíritu del agua purifique al cuerpo en
cuatro tiempos, que significan los cuatro puntos cardinales, las
cuatro estaciones, los cuatro elementos.
Era la primera experiencia que Cortés tenía con esta prác¬tica sagrada
y aceptó participar en ella a petición de Malinalli, quien estaba tan
convencida de que los dioses nos devuelven la conciencia al
materializar su sustancia en el agua, que le había pedido a Cortés que
antes de tomar ninguna acción en contra de los habitantes de Cholula,
se relajara dentro del temascal.
Cortés se resistió en un principio, la petición le parecía sospechosa.
¿Qué propuesta era ésa de entrar en un pequeño recinto circular que
tenía una sola puerta de salida —la misma que de entrada—y al que
tenía que introducirse desnudo y de¬sarmado? El ambiente que se
respiraba en Cholula no era como para prodigar confianza ciega a
nadie. Hasta el momento, nin¬guno de los dos regidores de la ciudad lo
habían querido re¬cibir. Cholula contaba con un regidor temporal,
Tlaquiach —señor del aquí y el ahora— y uno espiritual, Tlachiac
—señor del mundo bajo la tierra—; ambos vivían en casas anexas al
templo de Quetzalcóatl. La gente de Cholula hablaba náhuatl, la lengua
del imperio, y eran súbditos de los mexicas, a quienes pagaban
tributo, pero Cholula era un señorío independiente y, al igual que
Tlaxcala, tenía un gobierno regido por varios señores. Eran gente
orgullosa y no concebían ninguna circuns¬tancia de la cual su dios
Quetzalcóatl no pudiera protegerlos, por lo que se mostraban todo
menos temerosos ante los ex¬tranjeros. Confiaban plenamente en su dios
tutelar.
Cortés y sus hombres habían llegado a Cholula de ca¬mino a
Tenochtitlan, acompañados de sus aliados, los totonacas de Cempoala y
los tlaxcaltecas. Los españoles entraron en Cholula después de caminar
la distancia de unos cuarenta kilómetros que separaba Tlaxcala de
Cholula. Fueron recibidos y alimentados, pero no así los totonacas y
tlaxcaltecas, quienes permanecieron en las afueras de la ciudad. Sólo
algunos cientos entraron junto con los españoles, transportando la
artillería y el equipo en general. La razón era que los habitantes de
Cho¬lula tenían viejas rencillas con los de Tlaxcala y de ninguna
ma¬nera aceptaron que entraran a la ciudad, y mucho menos ar¬mados.
Cortés quedó impactado ante la belleza y grandeza de Cholula. Cholula
era una ciudad próspera y densamente po¬blada. Sus templos indicaban
que Cholula era sin duda uno de los más importantes centros religiosos
del Nuevo Mundo. El templo principal estaba dedicado al culto de
Quetzalcóatl y la ciudad tenía la pirámide más alta de México, con
ciento veinte gradas.
Aparte de este templo, Cortés contó cuatrocientas treinta y tantas
torres —pirámides—, que él llamaba mezquitas. Cho¬lula tendría casi
doscientos mil habitantes y unas cincuenta mil casas. Era la ciudad
más importante que habían visto los espa¬ñoles en su largo trayecto
desde la costa. Uno de sus atractivos era un mercado inmenso cuyas
especialidades eran los trabajos de arte plumario, las vajillas de
barro y las piedras preciosas.
Sin embargo, a los tres días de la llegada de los españoles, los
habitantes de Cholula, aparentando una baja de provisiones, dejaron de
suministrarles comida a los españoles y sólo les dieron agua y leña.
Cortés tuvo entonces que pedirle a los tlax¬caltecas que les
consiguieran comida.
En la ciudad se respiraba una atmósfera de suspicacia y nerviosismo.
Cortés se enteró por los tlaxcaltecas de que afuera de la ciudad se
estaban juntando tropas mexicas. Sus informantes le advirtieron de que
lo más probable era que estuviesen prepa¬rando —junto con los
cholultecas— una emboscada en su contra.
Ante tal clima de intriga, Cortés tenía que tomar una de¬cisión. Ya
había enfrentado y vencido a totonacas y tlaxcal¬tecas, ya contaba con
su apoyo, tenía que seguir adelante con sus planes de conquista. Tenía
que llegar a Tenochtitlan. No iba a permitir que lo detuvieran. Tenía
que tomar una decisión
determinante.
El, Cortés, no era un simple soldado, era el emisario y representante
del rey de España y la emboscada que se pre¬paraba en su contra, por
extensión, también estaba dirigida contra el rey de España. Por lo que
tenía que actuar en nombre de la Corona, defenderla con firmeza y
castigar con la muerte la traición que se estaba fraguando en contra
del rey de España.
Ante estos hechos, era lógico que Cortés no tuviera de¬seos de tomar
un baño dentro del temascal; estaba más preo¬cupado por atacar antes
de ser atacado que por participar en cualquier clase de rito pagano.

Sin embargo, Cortés —quien no daba ni tres pasos sin una escolta que
lo protegiera— inesperadamente aceptó entrar al temascal a pesar de
que al hacerlo quedaba literalmente preso. La razón fue que Malinalli
le explicó en pocas palabras que, años atrás, los toltecas habían
desplazado a los olmecas, los antiguos habitantes de Cholula, y en ese
lugar habían instaurado el culto a Quetzalcóatl, deidad a quien se le
relacionaba con Venus, la Estrella de la Mañana, la que acompaña al
sol en su trayecto. Quetzalcóatl fue un hombre que se convirtió en
dios. Un dios que no necesitaba de sacrificios humanos, que no los
pedía, que sólo necesitaba encender con su bastón al viejo sol para
que de él surgiera el nuevo sol sin sacrificios humanos de por medio,
sacrificios que los aztecas realizaron cuando se ins¬talaron en Tula,
traicionando los principios de Quetzalcóatl. Los aztecas por eso
temían su regreso; se sentían culpables y esperaban el castigo.
—Si entras al temascal, si te desnudas de todos tus atavíos, de todos
tus metales, de todos tus miedos y te sientas sobre la Madre Tierra,
junto al fuego, junto al agua, podrás renovarte, re¬nacer, elevarte,
navegar por el viento como lo hizo Quetzalcóatl, dejar a un lado tu
piel, tu vestimenta humana y convertirte en dios, y sólo un dios como
ése puede vencer a los mexicas.
Cortés ya no lo dudó más. Se había dado cuenta de la enorme
espiritualidad del pueblo indígena y su instinto gue¬rrero le dijo que
era lo correcto. Que si lograba mostrarse ante ellos como su dios
Quetzalcóatl no habría poder humano que lo derrotara. De cualquier
manera puso a dos de sus capitanes vigilando la entrada del temascal y
ordenó rodear de soldados todo el perímetro que lo abarcaba.
En el interior del temascal, la atmósfera era extraordi¬naria. A pesar
de la penumbra, podían adivinarse con preci¬sión los rostros de Cortés
y Malinalli, dibujados por la tenue luz que penetraba por el único
orificio que tenía ese vientre de piedra, ese pequeño espacio
totalmente invadido de un cá¬lido vapor.
Los buenos propósitos de Malinalli de poner a Cortés en contacto con
la naturaleza responsable de entretejer la inteli¬gencia de lo
invisible, aquella que intercambia a la semilla con el árbol, al fruto
con el paladar, a la cáscara con el lodo, a la piedra con el fuego, al
esperma con el pensamiento, al pensa¬miento con las estrellas, a las
estrellas con los poros de la piel y a los poros de la piel con la
saliva que pronuncia palabras que expanden al universo, estuvo a punto
de fracasar debido a que la oscuridad y la desnudez despertaron en
ellos una excitación inesperada y nunca antes conocida.
A Malinalli, la cercanía de un hombre que no pertenecía ni a su mundo
ni a su raza, pero que ya era parte de su pa¬sado, la inquietó. Su
memoria se agudizó y los recuerdos pe¬netraron su pensamiento como
alfileres recordándole el dolor que sintió el día anterior al ser
poseída con fuerza por Cortés; su cuerpo aún le dolía, sin embargo,
sentía una comezón, un ardor, una necesidad de nuevamente ser
abrazada, tocada, besada.
Por su lado, Cortés recordó en sus labios la agradable sen¬sación que
sintió al lamer y succionar los pezones de esa mujer, y le dio un
antojo irrefrenable de beber el sudor que en ese mo¬mento escurría por
sus pezones, pero ninguno de los dos hizo ni lo uno ni lo otro. Se
quedaron inmóviles y en silencio total.
El ambiente se cargó de electricidad. No se atrevían a mi¬rarse a los
ojos. Cortés había elegido sentarse frente al orificio de entrada del
temascal, con las espaldas cubiertas por el adobe. De esta manera
controlaba por completo la posible entrada de un enemigo al íntimo
recinto. Malinalli, sentada frente a él, a su manera también buscó
protección. Envolvió con los brazos sus piernas y, de esta manera,
cerró la entrada a su cuerpo, a su parte más sensible, a la mirada y
el alcance de Cortés.
A Cortés, el estar dentro de ese pequeño espacio lo ubi¬caba en otro
tiempo, lo hacía olvidar su insaciable sed de con¬quista, su
irrefrenable deseo de poder. En ese instante lo único que deseaba era
hundirse en el centro de las frondosas piernas

de Malinalli para ahogarse en el océano de su vientre, para aca¬llar
su mente por un momento. Ese inmenso deseo, esa enorme necesidad de
fundirse en Malinalli lo atemorizaba, pues sintió entonces que era
capaz de perder el control y entregarse por primera vez a alguien. Le
dio temor perderse en ella y olvidar el propósito de su vida. Así que
en vez de poseerla rompió el molesto silencio:
—¿Por qué hay tantas esculturas de serpientes? ¿Todas ellas
representan a tu dios Quetzalcóatl?

(Y yo me creí que era la hija de A. Perez Esquivel, que pelot…!!!)

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